Ayer mi novio me lanzó una pregunta rara y luminosa: si tuviera una máquina del tiempo, ¿desde cuándo habría podido buscarme para estar conmigo? Me reí, pero me dejó pensando. No en la versión edulcorada de “estábamos destinados”, sino en algo más concreto y menos glamoroso: ¿cuándo tuve, de verdad, espacio para construir una pareja? No “ganas” ni “mariposas”, de esas me han sobrado; hablo de la disponibilidad como condición material y emocional. Energía, tiempo mental, atención no hipotecada a otras lealtades. Esa respuesta, si soy honesta, no aparece antes de cierto punto en mi vida.
Antes de 2016 yo vivía con mi mamá, iniciaba el duelo de la muerte de mi papá, comenzaba la maestría y me movía principalmente por dos combustibles: cumplir y sobrevivir. Podía enamorarme, claro. Podía incluso sostener una conversación hasta la madrugada y un plan de domingo bonito. Pero una pareja no es una racha de domingos, es un proyecto que come horas, foco y ternura cotidiana. Y yo entonces estaba en otra cosa. Había leído alguna vez esa idea de “cortar simbólicamente el cordón umbilical” para que una relación funcione; hoy lo traduzco menos dramático y más útil: diferenciación. Poder decidir sin pedir permiso, sostener el propio criterio sin atrincherarse, gestionar la culpa que aparece cuando dejas de cumplir el libreto de hija aplicada, alumna brillante, profesional siempre disponible. No se trata de romper con la familia ni con el pasado, sino de dejar de vivir tutelada por ellos.
Con los años fui aprendiendo que estar “lista” no es alcanzar una versión impecable de mí, sino una suficiente: suficientemente autónoma, suficientemente descansada, suficientemente hábil para hablar de lo que incomoda y reparar cuando truena. “Suficiente” no suena épico, pero es lo que sostiene. Y en esa suficiencia hay una pregunta que me confronta más que la de la máquina del tiempo: ¿desde dónde estoy queriendo vincularme, desde la disponibilidad o desde la escasez?
La escasez tiene muchas formas: tiempo fragmentado, energía que apenas alcanza para llegar a casa, atención hecha trizas por mil pantallas, dinero contado, culpa que se come el apetito de vida. Vincularse desde ahí a veces se parece a repartir migajas con pretensión de banquete. Y no es que el amor no pueda aparecer en tiempos flacos, es que lo que se construye corre el riesgo de nacer cansado. La disponibilidad, en cambio, no es lujo ni horario infinito: es una proporción honesta entre lo que tengo y lo que ofrezco. Decir “esto sí”, “esto no”, “hasta aquí me alcanza”, “así nos organizamos para que sí”. Parece prosaico. Lo es. Por eso funciona.
Parte de salir del guión del amor romántico, para mí, fue dejar de pensar la pareja como destino y empezar a verla como coordinación de vidas. Menos fusión y promesas de rescate; más logística, más cuidado distribuido, más conversación incómoda que evita dramas innecesarios. Compañía, no vigilancia. Interdependencia, no heroicidad independiente ni enganche codependiente. Aterrizado suena más pobre, pero en la práctica es más grande: habilita que cada quien sea sin que el vínculo se resquebraje; permite que el deseo no tenga que demostrarse con sacrificios performativos; hace que el cariño se parezca a un idioma vivido, no a una consigna.
Si me escucho en 2016, sé exactamente qué me faltaba: horas libres sin culpa, espacio mental no colonizado por el siguiente trámite académico, permiso interno para decir “hoy no” sin sentir que estaba traicionando a alguien. También me faltaban destrezas: pedir sin dar rodeos, poner límites sin teatralidad, reparar sin dramatizar el perdón. No es que hoy las tenga todas, pero ahora al menos tengo dónde practicarlas. Y tener dónde practicarlas es, quizá, el otro nombre de “estar lista”.
Me sirve pensarlo así: una relación de pareja no se construye con lo que me sobra, se construye con lo que asigno. Si la trato como pasatiempo, me devuelve pasatiempo; si la trato como lugar donde ambas vidas se hacen más vivibles, me pide decisiones: ¿qué quitamos de la agenda?, ¿qué redistribuimos?, ¿qué conversación evitada ponemos sobre la mesa? No es romántico en el sentido clásico, pero es profundamente amoroso: pone al centro la vida que queremos sostener, no el espectáculo de ser “una gran pareja”.
Regreso a la pregunta inicial. ¿Desde cuándo habría podido buscarme? Podría inventar una fecha retroactiva por nostalgia, pero la verdad es que elegiría el presente. No porque ahora todo sea fácil, sino porque ahora sé mirar la ecuación completa: qué deseo, qué puedo, cómo coordinamos, qué nos pedimos, cómo nos cuidamos. Si tuviera la máquina del tiempo, no me daría instrucciones para encontrarle “antes”; me dejaría notas concretas: libera energía, diferénciate sin romperte, aprende a conversar difícil, reparen pronto, decidan dónde ponen el tiempo. Lo demás —el encuentro, la chispa, la risa tonta— sucede; lo que se mantiene se hace.
Hay una alegría sobria en esto. No la euforia del flechazo eterno, sí la calma de saber que invertimos en un lugar habitable. Que cuando digo “compañero de vida” no digo un personaje que me completa, sino alguien con quien reparto la tarea de hacer la vida más vivible para ambos. Y ahí, sí, hay un tipo de romanticismo al que no quiero renunciar: el de confiar en que la suma de dos disponibilidades honestas puede más que cualquier promesa grandilocuente.