impostora

La resaca de Annie Hall

Oct 17, 2025

Tengo en loop la canción de Drexler con Conociendo Rusia y no sé si me gusta o me inquieta: “Te volviste a llevar mis llaves, amor, y aquí estoy de vuelta, encerrado en casa.” Y sí, es una frase linda, cotidiana, pero también problemática. La escucho y pienso que lo que me mueve no es la canción en sí, sino el tipo de mujer que retrata: esa figura caótica y entrañable que se olvida de todo, que necesita ser cuidada, que desordena la vida de los demás y, por eso mismo, se vuelve inolvidable. ¿Por qué siguen existiendo estos arquetipos? Claro: porque los hombres la escriben.

Pienso en esto justo ahora que murió Diane Keaton, la eterna Annie Hall, la mujer que nos enseñó que se podía ser encantadora desde la torpeza. Yo también quise ser ella. O, más bien, quise ser ese tipo de mujer: la Maga, Summer, Ruby Sparks, Ramona Flowers. Durante años me obsesioné con todas. Vi sus películas una y otra vez, subrayé frases, practiqué el gesto de parecer distraída pero profunda, convencida de que en esa mezcla de rareza y distancia había algo aspiracional: la mujer fascinante, medio intelectual, medio emocional, que no se enamora fácil pero inspira a los demás a hacerlo.

Todavía recuerdo cuando leí Rayuela y la Maga se volvió medio mi modelo a seguir (claro, tenía quince años). No entendía demasiado, pero intuía una promesa en esa forma suya de existir sin pertenecer, de moverse por el mundo como si no tuviera peso. La Maga no sabe, pero siente; no construye, pero inspira; no busca, pero encuentra. Oliveira la adora precisamente por eso, porque es todo lo que él no puede ser: pura intuición, pura deriva. Solo que —detalle mínimo— ella no tiene historia, solo mirada. No hay infancia, ni deseo, ni futuro: hay aura. Es la musa que le enseña al hombre a sentir y luego se disuelve, como si nunca hubiera tenido derecho a la continuidad.

Lo mismo me pasó a los veinte con Annie Hall: la torpeza elegante, los trajes, la risa nerviosa, esa mezcla de inseguridad y encanto que Diane Keaton volvió un arquetipo. Pero también ella es recordada por otro: por el hombre que la narra. Sabemos qué significó Annie para él, pero no qué significó él para Annie. Otra mujer sin relato interior. Otro personaje diseñado para ser inolvidable y, por tanto, imposible de recuperar.

El patriarcado —si nos ponemos un poco estructuralistas, pero sin arruinar la copa de vino— nos enseñó a vivir dentro del relato de los hombres. A medirnos por el eco que dejamos y no por la voz que usamos. A existir como catalizadoras del desarrollo emocional masculino: “ella me cambió”, “ella me desordenó”, “ella me enseñó a amar”. Ser detonante, no sujeto. Ser la que inspira el poema, no la que lo escribe.

Por eso la canción de Drexler me mueve tanto: porque lo hace con dulzura. La ternura con la que se repite el mito, esa fascinación por “la mujer desastre”, la que vuelve todo más interesante, más vivo, más poético. Y claro, hay cariño, pero también un mandato disfrazado de amor: sigue siendo misteriosa, no crezcas, no te vuelvas demasiado real.

Yo también quise ser interesante. Y por ratos lo fui: la chica que decía cosas que parecían profundas, la que no pedía explicaciones, la que parecía más libre de lo que estaba. Pero a cierta edad —pongámosle nombre: adultez— una empieza a sospechar que tener relato interior es menos cinematográfico, pero mucho más vivo. Que no ser misterio también tiene su encanto.

Ser adulta, en el fondo, se parece a eso: a aprender a narrarte sin testigos, a no irte con las llaves del otro ni esperar que te encuentren adorable por llegar tarde, a no confundir el caos con carisma. Es pagar la renta, matar la cucaracha tú sola, escribir tu propia escena sin música de fondo y decidir quedarte. Es dejar de ser el personaje que alguien recordará para ser la persona que existe incluso cuando nadie la observa, la que no necesita ser inolvidable para ser real.

Ya no quiero ser la Maga, ni Annie Hall, ni Summer, ni Ruby, ni Ramona. Quiero tener mi propio relato, aunque no sea poético, aunque no rime, aunque nadie lo convierta en melodía. Hay menos misterio, sí, pero hay historia. Y eso, a estas alturas, me resulta muchísimo más erótico.

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