Leí No seas tú mismo, de Eudald Espluga, y me dejó pensando en el tipo de agotamiento que ya no se cura con vacaciones ni con dormir bien. El tipo de agotamiento que viene de sostener un personaje que decidimos ser, incluso si ese personaje nos gusta. El tipo de cansancio que viene no de hacer, sino de tener que tener sentido. Espluga lo llama la trampa de la autenticidad: ese mandato contemporáneo de ser “tú mismx”, de saber quién eres, de actuar en coherencia con una versión clara, afinada, optimizada de ti. Y propone algo que me retumba: todo empieza con un no.
No al personaje. No a la exigencia de consistencia. No a la productividad emocional. No a la versión útil de una misma. Un no como inicio de la resistencia. Como pausa. Como corte. Como fuga del yo que siempre está haciendo sentido de todo.
Pero enseguida me acuerdo de Clarice Lispector, que decía que todo empieza con un sí. Un sí diminuto, atómico, una partícula que vibra, se multiplica y da origen al mundo. Clarice, la que escribía sin trama, sin meta, sin estructura. La que no pretendía coherencia y aún así la desbordaba. Ella decía sí al misterio. Sí a la contradicción. Sí a lo que no se nombra pero igual se siente. Sí a no entender. Sí a decir sí sin saber a qué.
Y entonces me doy cuenta: no es que una tenga que elegir entre Espluga o Lispector, entre cortar o ceder, entre resistir o rendirse. Es que quizás la vida esté justo ahí, en esa intersección. Entre el no que pone un límite y el sí que abre una posibilidad. Entre el no que defiende del mandato y el sí que permite estar, sentir, habitar.
Yo también he sentido el impulso de decir no a lo que me desborda, a lo que no encaja en mis planes, a lo que irrumpe sin permiso. Pero también he sentido un sí más sutil, que no es deseo ni urgencia, sino curiosidad. Un sí que no quiere nada, solo quedarse un rato. Un sí que no contradice mi presente, pero tampoco lo confirma.
¿Y si el no y el sí no fueran opuestos, sino movimientos distintos de una misma práctica de honestidad? ¿Y si soltar la necesidad de consistencia también fuera una forma de compromiso?
No ser “yo misma” tal como me había narrado. No cumplir con la coherencia que se espera de quienes “saben quiénes son”. Dejarme interrumpir. No por otra persona, sino por mí. No por carencia, sino por exceso. No por deseo, sino por presencia.
Tal vez todo empieza con un no, sí. Pero también, tal vez, lo verdaderamente revolucionario —lo verdaderamente vivo— empieza con un sí que no se le debe a nadie.