Es jueves y por primera vez en semanas no sé qué escribir. Me siento frente a la página en blanco como si me estuviera mirando un espejo que no devuelve imagen. No me siento vacía, pero sí un poco muda. Tengo algunas ideas y ganas de pensarme, pero no encuentro forma. Y eso me incomoda más de lo que esperaba.
Desde niña me han dicho que soy “muy callada”. Lo decían como una especie de advertencia, a veces con ternura, otras con preocupación y aunque aprendí —con esfuerzo, con estrategia, y con costos grandes— a performancear elocuencia, a construir argumentos, a intentar decir cosas inteligentes en el momento exacto, lo cierto es que no me sale natural. Me entrené para hablar cuando se debe, para tomar la palabra en espacios donde quedarse callada es desaparecer. Tal vez para ganar un lugar que históricamente ha estado ocupado por voces masculinas, por certezas amplificadas, por opiniones dichas sin temblor.
A veces, hablar me sirve para ser vista. Y eso me choca. Porque no siempre quiero ser vista. Porque a mí el silencio me acomoda. Me da forma sin exigirme pose. El silencio ha sido siempre mi espacio natural: donde no tengo que demostrar nada, ni explicarme, ni ocupar nada. Y aunque he aprendido a hablar, sigo eligiendo el silencio cada vez que puedo. Ahí me desdibujo un poco. Y en ese desdibujarme, descanso.
Por eso, esta página en blanco me habla. Me dice que no es una derrota, sino una forma distinta de estar. Pero claro, no es fácil sostenerla.
Vivimos en la era de la charla vacía. Gerede, diría Heidegger: hablar por hablar, postear por postear, decir porque el silencio incomoda, porque quedarse callada es sospechoso, improductivo, antialgoritmo. Hay que contar si estás triste, si te duele algo, si tuviste un orgasmo o una iluminación. Hay que documentarlo todo o parece que no pasó. Y sin embargo, últimamente —cada vez más— siento que lo más subversivo que puedo hacer es no compartir nada.
Llevo semanas en un proceso silencioso, deliberado, de no narrarme (tanto) en redes sociales. Es un intento —torpe, disciplinado, a veces incómodo— de no existir a partir del reflejo. De no confirmarme en los ojos de otros. De dejar que lo que vivo sea suficiente sin tener que hacerlo visible. De volver a mí sin tener que explicarme. Es raro, pero también es profundamente liberador.
Marcela Lagarde escribió algo que me atraviesa como un clavo lento: “Para construir la autonomía necesitamos soledad… la disciplina de no levantar el teléfono cuando se tiene angustia, miedo o una gran alegría porque no se sabe qué hacer con esos sentimientos.” El silencio como umbral. La no-reacción como ejercicio radical. Porque nos enseñaron que el placer se valida contándolo. Que la alegría debe compartirse para existir. Que la tristeza, si no se confiesa, se enquista. Y yo lo he hecho todo. He narrado cada etapa, he intelectualizado cada miedo, he usado la escritura como catarsis pública. Pero hoy no. Hoy quiero que lo que siento sea solo mío. Que no haya testigo.
Y tal vez este silencio —este día en que no tengo nada que decir— no sea un fracaso. Tal vez sea parte del proceso. Una respiración entre frase y frase. Una pausa sin necesidad de justificación. Hoy escribo solo esto: que no estoy escribiendo. Que estoy escuchando. Que también ahí hay vida. Y que ahí —en ese borde donde casi no existo— también hay paz.