impostora

Ya no quiero romper techos, quiero otra arquitectura

Nov 19, 2025

Es noviembre de 2025 y otra vez —como tantos años ocurrió— una idea ronda en mi cabeza: ¿debería renunciar a mi trabajo y buscar un nuevo espacio laboral? Llegué aquí después de un burnout monumental. Un burnout que me explotó justo cuando era directora, cuando ya había “llegado”, cuando se suponía que estaba en el lugar al que tantas mujeres aspiran, cuando mi nombre aparecía en listas, en correos, en juntas importantes. Y, sin embargo, me rompí. Me vacié. Me perdí en un ritmo que confundí con valor, con compromiso, con destino. Mi personalidad se volvió parte del proyecto y cargué más de lo que debía porque pensé que eso era ser buena, leal, suficiente. Salí rota, pero convencida de que la estación siguiente sería más ligera.

Y lo es: vacaciones en calendario escolar, un salario digno, un horario de 8 a 5 que no devora mis noches. Debería sentirme en paz. Pero algo se mueve. Un resquemor. Un “¿y ahora qué?”. Y, sobre todo, esa vocecita que aparece con su ironía perfecta: ya eras directora, ¿qué pasó? Esa narración cruel del mérito neoliberal que te exige seguir subiendo aunque ya hayas pagado el precio más alto: tu salud.

Supongo que es el sistema hablándome otra vez, con esa voz aceitada que siempre sabe por dónde entrar: tú podrías ser directora. Y la frase no me incomoda por la posibilidad, sino por la insinuación escondida: ¿por qué no lo eres ya? ¿Qué te falta? Esa pregunta sí que me muerde.

Hace menos de un año abrí este blog y lo llamé Impostora. Heredé el nombre de un proyecto que tuve con una amiga, también directora en ese momento, y que, en nuestras pláticas de vino, intentábamos entender por qué nos costaba tanto creérnosla. Leíamos artículos sobre el síndrome de la impostora, hacíamos ejercicios, nos convencíamos de que si ordenábamos mejor las emociones y los traumas, si hablábamos con más aplomo, si respirábamos más profundo, si “merecíamos” el espacio, entonces sí, romperíamos el techo de cristal. Me discipliné como si la confianza fuera un músculo o una deuda moral. Pero hoy vuelve la pregunta que más miedo me da pensar: ¿qué me falta para tener un ascenso? ¿Ser más social? ¿Más suave? ¿Más estratégica? ¿Más complaciente? ¿Menos directa? ¿Más “profesional”? ¿Más blanca? (la risa incómoda se me escapa sola). ¿De verdad toda mi trayectoria se reduce a ajustarme para encajar en un molde que nunca estuvo pensado para mujeres como yo?

Pienso en esto y siento incomodidad. O quizá lucidez. Porque ese discurso de “tú puedes con todo, solo es cuestión de mentalidad” fue la versión glossy del mandato capitalista. La girlboss con blazer pastel, agenda color durazno y una sonrisa entrenada. Una libertad en apariencia, pero en el fondo una exigencia de disponibilidad total, gratitud eterna y cero quejas. Y quizá por eso —por ese agotamiento— es que hace un par de meses empezaron a circular con fuerza otras fantasías en redes. No las tradwives como nostalgia reaccionaria, sino como estética de descanso: casas limpias, ritmos lentos, vidas sin reuniones de Zoom ni correos a las 10 pm. No porque queramos volver a 1950, sino porque estamos asfixiadas de tener que serlo todo, todo el tiempo. Ese es el punto: el péndulo cultural no se mueve porque sí; se mueve porque el cuerpo ya no aguanta.

Entre la promesa fallida de la girlboss y la fantasía edulcorada de la vida simple, quedo en medio preguntándome qué es crecer de verdad. ¿Es subir? ¿Es cambiar de oficina? ¿Es tener un título que no necesariamente mejora mi vida? ¿Por qué me duele no ser considerada para un ascenso si, en el fondo, sé el costo real de “ascender”? ¿Por qué sigo creyendo que mi valor debe medirse en pisos?

A veces imagino plantarme frente a quien decide y decir con toda la seguridad del mundo: yo soy la mejor opción para esa dirección. Y sí, se siente delicioso… pero sólo por un segundo. Después llega la memoria, esa que no perdona: los desvelos obligatorios, la ansiedad filtrándose por las rendijas, la autopresión de mostrar siempre la mejor versión, la sensación —tan conocida— de que cualquier error se vuelve personal, íntimo, casi moral. Recuerdo lo que era vivir justificando cada peso del sueldo que ganaba, como si el trabajo no fuera un intercambio sino una deuda infinita. Y entonces me pregunto, sin drama pero con honestidad: ¿de verdad quiero ese lugar o sólo quiero ser vista? ¿Quiero la responsabilidad real o la fantasía del aplauso que nunca llega como una espera una?

Y junto a esa pregunta aparece otra, más fantasma que deseo: esta idea de que tengo que pelear por el lugar que me corresponde. ¿Según quién? ¿Según qué relato heredado? ¿Según qué comité de señores rancios que en algún momento definieron qué era el éxito, cómo se asciende, quién merece qué y en qué tono? A veces siento que más que perseguir un cargo, estoy intentando ganarle una partida a un sistema que ni siquiera reconozco como mío. ¿Qué es “mi lugar”, quién lo definió, y por qué tendría que disputarlo como si fuera un trofeo escaso en un juego que no diseñé y que, sinceramente, ya no quiero seguir jugando en automático?

Y entonces alguien me dice —con esa luminosidad que a veces tienen las verdades simples— que elegir este trabajo fue un acto de autocuidado. Y lloro. Porque es cierto. Porque es la primera vez en mi vida adulta que elijo un trabajo no para demostrar nada, no para escalar, no para sostener a nadie, sino para estar bien. ¿Y no es eso, también, profundamente antisistema? ¿No es un gesto radical permitirme un trabajo que me cuida en vez de consumir todo lo que soy? Tal vez el primer pilar de esta nueva arquitectura es justamente ese: descansar de la maquinaria del mérito.

Creo entonces que ya no es sobre renunciar o quedarme. Es otra cosa. Es preguntarme por qué sigo pensando el éxito en términos lineales, ascendentes, obligatorios. Por qué sigo creyendo que hay una versión superior de mí viviendo en un escritorio más arriba. Tal vez el éxito no es subir. Tal vez el éxito es dejar de vivir como si todo lo que importa estuviera arriba. Tal vez es inventar otro plano, otro ritmo, otra narrativa donde una vida tranquila, digna y luminosa también cuente como triunfo.

Y ahí —justo ahí— me acuerdo de Nancy Fraser. De esa lucidez que corta: que el problema no es que haya pocas mujeres líderes, sino seguir queriendo llenar de mujeres un sistema que produce jerarquías, precariedad y agotamiento como si fueran leyes naturales. Que la meta no es romper techos de cristal, sino reimaginar el sistema entero que necesita techos, pisos y escaleras para definir nuestro valor. Y entonces lo entiendo mejor: tal vez lo que quiero ya no es “ascender”, ni alcanzar ese lugar imaginario donde por fin sería suficiente. Tal vez lo que quiero es dejar de organizar mi vida alrededor de estructuras que nunca fueron hechas para mí. Tal vez éxito es, simplemente, desobedecer la lógica del escalafón e inventar otra forma de estar en el mundo laboral: una que no me rompa, una que no me exija demostrar mi valor a cada minuto, una en la que una vida tranquila, digna y luminosa sea también —y al fin— una victoria.

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