“Si quieres que algo se muera, déjalo quieto”, canta Jorge Drexler. Y cada vez que escucho esa frase me duele un poco. Porque yo crecí queriendo que todo se quedara quieto.
En mi casa, el cambio era una amenaza real. Mi padre vivía enfermo y su salud podía desplomarse de un día para otro. Bastaba una mínima variación —una mirada distinta, un ruido fuera de lugar, una noche sin dormir— para que todo se desmoronara. El bienestar era frágil. La rutina, un espejismo. Y yo, una niña que aprendió muy temprano a leer los signos, a anticiparse, a sostener el orden como quien sostiene un hilo que no puede soltarse.
No sorprende, entonces, que el movimiento me incomode tanto. Que el caos me canse. Que anhele estabilidad como quien anhela oxígeno. Irónicamente (o no) nací bajo el signo de Tauro: tierra firme que sostiene. El movimiento no me sale natural. No es algo que “ya entendí”, sino algo que practico cada día, como quien aprende a bailar en un suelo que tiembla.
Con los años, entendí que nada permanece. Que incluso lo que parece estable se transforma, casi sin que lo notemos. Que la permanencia no existe, solo el deseo de que exista. Lo supe primero con la cabeza, luego con el cuerpo. Porque sí: el dolor enseña, las pérdidas se acumulan, y —con suerte— algo en una aprende a no endurecerse.
Esperamos continuidad donde nunca hubo garantía. Eso es lo que duele: no tanto el cambio, sino el anhelo de que las cosas se queden como están. El budismo lo dice claro: el sufrimiento nace del apego, de intentar retener lo que por naturaleza se mueve. Epicteto, desde el estoicismo, escribió que la tranquilidad viene de distinguir entre lo que depende de una y lo que no. Y casi nada depende de una. El cuerpo cambia, la gente se va, las certezas se evaporan. Resistirse es inútil. Aceptarlo, una práctica cotidiana.
Habitar la impermanencia no es romantizarla, es mirarla de frente, sin disfraz. Entender que todo —los vínculos, los trabajos, los cuerpos, los deseos— tiene un ciclo. Que resistirse no detiene el cambio, solo lo vuelve más doloroso. Y que, a veces, dejar ir también es una forma de quedarse: quedarse con lo que fue, con lo que dejó, quedarse en movimiento.
No sé si me estoy volviendo más sabia o solo un poco más sana. Menos aferrada a las certezas que di por hechas. Más dispuesta a elegir lo que me hace bien. Por ahora, me basta con no correr cada vez que el viento sopla.
