impostora

Deshacerme de la complejidad

Jun 13, 2025

I.

Leí esta frase y no la pude soltar: “siempre deshazte de la complejidad y simplifica tu vida para poder mantener las enseñanzas vivas en ti mismo.” Se me quedó ahí, flotando. No por nueva, sino por desafiante. Porque me incomoda. Porque me toca en un lugar que he cultivado con esmero. Siempre me he pensado como alguien compleja, llena de pliegues, de capas que no se ven a simple vista. La complejidad ha sido una especie de escudo y, también, una forma de valor. Una manera de estar en el mundo con profundidad, con pensamiento, con opinión. Saber cosas, pensar con matices, hablar con referencias, leer en subtexto: todo eso me ha dado un lugar. Me ha hecho sentir interesante, a veces incluso necesaria. No digo que haya sido una pose, pero sí una estructura. Una identidad armada entre libros, silencios largos y palabras que nunca son del todo simples. Y sin embargo, últimamente, me siento un poco atrapada ahí. Como si algo en mí empezara a pedir aire.

II.

¿Qué significa simplificar, en serio? ¿Qué es lo que se suelta? ¿La opinión? ¿La necesidad de pensar cada cosa en tres capas? ¿El rol que ocupo cuando me enredo para mostrar que estoy viva? No quiero una vida sin pensamiento, ni sin intensidad, ni sin contradicción. Pero hay días en los que me canso de habitarme así, con tanto mecanismo interno, con tanta vigilancia. Y entonces esa frase —que al principio rechacé— empieza a quedarse. Las enseñanzas budistas hablan de renuncia no solo como ausencia, sino como espacio. No es dejar de pensar, sino dejar de aferrarse. Dejar de hacer de todo una trinchera. Dejar de narrarme todo el tiempo desde la complejidad. Pero ¿quién soy si no estoy explicando lo que siento, lo que pienso, lo que sé? ¿Qué queda si dejo de sostener la densidad? Quizá simplificar no sea reducir, sino soltar tensión. No es un atajo. Es otro modo de estar. Uno que todavía no sé habitar del todo.

III.

Y entonces pienso en Borges, en Clarice Lispector, mis dos obsesiones. Densos, exactos, inabarcables. Borges creando universos que se reflejan entre sí, espejos, enciclopedias imaginarias, planetas construidos desde la palabra, y Clarice abriéndose como quien no quiere que la lean, sino que la sientan temblar. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. La pasión según G.H.. Laberintos, silencios, conciencia abierta hasta la extenuación. Pero en sus últimos libros, algo cambia. Borges ya casi ciego, en El hacedor, recuerda el amarillo de los tigres de su infancia, uno de los últimos colores que pudo ver antes de que la sombra lo cubriera. Clarice, en Agua Viva, se entrega a lo que no tiene centro, ni trama, ni lección: solo palabras que respiran. Ambos, después de tanta arquitectura, sueltan. Ya no necesitan demostrar nada. No construyen. Vibran. Escriben para seguir vivos, para no desaparecer. Y pienso que tal vez ahí —ahí justo— está la forma más radical de simplificar: no dejar de ser compleja, sino no necesitar que esa complejidad te explique. No demostrar, no defender. Decir lo que queda.

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