(o cómo aprendí a mirar el dolor sin quedarme a vivir en él)
Escuchar a Lykke Li me regresó, de golpe, a una época en la que estar triste era casi una forma de identidad, la escuchaba en loop, como quien necesita probarse que todavía siente algo. Por esos días también empecé a estudiar tarot, sin saber que ese gesto aparentemente menor iba a inaugurar una transformación más profunda, una que aún sigue en curso.
Durante años, cada vez que sacaba cartas, una en particular me seguía: la Sacerdotisa, una mujer sentada, serena, con la luna a sus pies, entre dos columnas. Blanca y negra, la dualidad, el umbral, la pausa. Al principio me generaba intriga, después, cierta angustia; sentía que me hablaba de un saber que no se puede decir, de un poder que no se puede ejercer todavía, de una forma de estar que no avanza ni actúa, solo sabe, y calla, y espera.
Quien me enseñaba a leer cartas me dijo que algunos arcanos te siguen hasta que les entiendas lo que vinieron a decirte. La Sacerdotisa me siguió años, la imaginaba como una especie de carcelera elegante, sentada frente a la puerta que yo quería cruzar; me parecía injusta, incluso cruel. ¿Por qué saber tanto, si no se puede hacer nada con eso?
Hasta que entendí que sí se puede, que su poder está justo ahí: en la capacidad de ver sin necesidad de reaccionar, de habitar el silencio sin volverse sombra, de mirar el dolor de frente, no para quedarse a vivir en él, sino para comprenderlo, decodificarlo, usarlo como materia prima. Eso —aunque suene raro— es alquimia, pero no una alquimia terminada, una que apenas empieza. La Sacerdotisa no venía a mostrarme el resultado de la transmutación, sino a anunciar el inicio del proceso, era el primer aviso de que algo dentro de mí estaba por empezar a cambiar de forma.
Los jesuitas lo saben bien: una de sus armas secretas es el conocimiento, el propio, no el que se predica, sino el que se ejercita en silencio, entre columnas internas. ¿Casualidad que tantos hombres han tenido más margen para entrarle al autoconocimiento? No, lo han usado para ejercer poder, para diseñar estructuras, para dominar narrativa. Lo disruptivo, entonces, es que una mujer se siente, mire hacia adentro, y no se asuste de lo que encuentra.
Porque sí, hay peligro en el dolor que no se observa, se vuelve identidad, casa con goteras, patria chiquita donde todo lo que duele parece familiar. Quedarse a vivir ahí es comprensible —el dolor conocido ofrece una extraña sensación de control—, pero no deja espacio para moverse. Trascender el dolor no es negarlo ni negarse, es aprender a mirarlo como se mira una carta: sin prisa, sin juicio, sabiendo que es parte del mazo, pero no el único.
Si la Sacerdotisa vuelve a aparecer, sabré reconocer el llamado, ya no como advertencia, sino como señal de que algo está por transformarse, porque alquimia, aprendí, no es magia inmediata, es presencia constante, trabajo íntimo, y una decisión: usar lo que dolió como semilla.