I.
La próxima semana cumplo 39.
No tengo lista de aprendizajes ni ganas de resumir la década en frases compartibles. A los veintitantos, me parecía importante inventariar todo: libros, aprendizajes, certezas. Era mi forma de sentir que avanzaba, que algo se acumulaba. Hoy me importa menos el saldo y más desde dónde estoy mirando. Antes lo hacía desde la estructura, la exigencia, la narrativa de lo que había que sanar; ahora intento mirar desde otro lado: desde lo que pulsa, lo que enciende, lo que llama sin necesidad de prometer nada.
En mis sesiones de análisis ya no intento entender por qué me dolió tal cosa o qué herida se abrió. Más bien exploro otra pregunta: ¿cómo se vive una siendo deseante?, ¿qué significa habitar el deseo como lente, como entrada al mundo?
He pensado mucho en eso que dijeron Deleuze y Guattari: que el deseo no es una carencia, no es una falta que busca ser llenada, sino una fuerza que produce. Produce afecto, conexiones, mundo. No quiere obtener, quiere hacer. No le interesa completar, sino insistir. Esa idea, que antes me parecía solo provocadora, ahora me hace sentido de verdad, no como teoría, sino como algo que se encarna.
II.
Crecí —como muchas— asociando el deseo a la insatisfacción, como si desear fuera siempre querer lo que no se tiene, y por tanto estar en deuda con una promesa imposible. Pero, ¿y si el deseo no fuera deuda sino movimiento?, ¿y si no nos falta nada, y lo que llamamos “deseo” es en realidad una forma de estar atentas a lo que todavía no ha sucedido pero podría?
Esa idea también me hizo repensar la producción. Porque sí, a veces producir agota; nos enseñaron a hacerlo desde el rendimiento, la comparación, el logro. Pero no toda producción es explotación. También hay producción que es expansión, que no busca capitalizar nada sino abrir espacio para lo nuevo. Producir como quien crea un paisaje interno, una imagen, una posibilidad. Como quien se mueve porque algo dentro quiere conectar, no porque hay que entregar resultados.
En ese sentido, desear también es producir. No siempre cosas: a veces simplemente sentido, vibración, lectura. Desear puede ser una forma de conocimiento, una forma de saber sin tener que probar nada. Como cuando algo en el cuerpo entiende antes que la mente, como cuando una mirada dice más que un argumento entero.
A los 39 no quiero hacer balance, quiero hacer espacio. Para el deseo que no busca consumarse sino afinar la percepción, para el deseo que no es hambre sino oído, que no es falta sino vector. Quiero vivir desde ahí: desde una atención encarnada, un sí que no necesita explicación, un impulso que no pide permiso.
Eso, al menos, es lo que ahora sospecho: que crecer no es acumular respuestas, sino aprender a habitar preguntas más vivas. Como el deseo, que no se agota, no se explica, pero insiste.