impostora

Narrada en masculino

May 6, 2025

Leí La vegetariana y fue un golpe seco al cerebro, uno de esos libros que no se digieren en una noche, que se quedan enredados en los pliegues del pensamiento como un sueño incómodo, como un resto que no se limpia con el paso de las páginas. Lo terminé con la sensación de haber tocado algo que no debía, como si me hubiera asomado por accidente al reverso de mí misma. No me identifiqué con la protagonista, no exactamente, pero algo en su silencio, en su obstinación, en su negativa a seguir comiendo carne, me habló con la voz que no tengo, con la voz que —lo entendí entonces— tal vez nunca tuve.

Porque siempre fui narrada por una voz en masculino. Primero en mi casa, donde había tres hombres que hablaban fuerte y una madre que apenas ahora empiezo a oír con nitidez. Después en la escuela, en las relaciones, en el trabajo. Siempre un Otro —en el sentido lacaniano del término, ese Otro estructurante, el que te ordena el mundo, el que te dice qué es lo real, qué es lo deseable, qué es lo posible— que hablaba desde afuera pero sonaba desde adentro. El lenguaje no es neutro, nunca lo ha sido, y cuando creces siendo nombrada desde un código que no escribiste, con palabras que no decidiste, terminas creyendo que eso que dicen de ti es lo que eres.

Así entendí que mi cuerpo no me pertenecía del todo. Que era un significante más en el discurso ajeno. Que si me decían gorda —aunque fuera con cariño, o peor, precisamente por eso—, entonces eso era yo: cuerpo excedente, materia inadecuada. No había distancia entre el signo y el ser. Y como Lacan nos enseñó, el ser está perdido desde que entramos en el lenguaje: somos pura falta, puro deseo de completud, y ese deseo está estructurado por el Otro. ¿Qué pasa cuando ese Otro es masculino, patriarcal, autoritario, incluso cuando sonríe? Pasa que una aprende a medirse con los ojos ajenos. Pasa que una necesita el espejo de afuera para poder sostenerse adentro.

Años después, cuando bajé veinte kilos, no fue el cuerpo el que cambió, fue el relato. Pasé de ser un borrador torpe a una versión “aceptable”. La narrativa se reescribió sola: ahora sí era visible, ahora sí era celebrable, ahora sí había un “antes” y un “después”. La gente me felicitaba como si hubiera vencido una enfermedad, como si ahora, por fin, pudiera empezar a ser. Y ahí empezó el verdadero malestar: el pánico a volver a ser ilegible. No a engordar, insisto, sino a dejar de coincidir con la imagen autorizada de mí. A dejar de ser reconocible para el Otro que me sostiene.

Eso es lo que me dolió de La vegetariana. No la carne, no el vegetarianismo, no la locura. Me dolió su condición de objeto narrado. Su total subordinación a los discursos que la rodean: el marido que la define como “ordinaria”, el cuñado que la transforma en obra, la hermana que la interpreta como tragedia. Ella apenas aparece entre los pliegues de esas voces, y sin embargo está gritando con su mutismo, resistiendo con su fragilidad, rehusándose a seguir siendo funcional. Es el deseo de salirse del lenguaje que la oprime, de dejar de ser significante del deseo ajeno, de convertirse en algo que no pueda ser descifrado: una planta, un silencio, un límite.

Y yo la entiendo. No porque quiera ser ella, sino porque hay días en que también me canso de ser traducida. Días en los que el espejo no devuelve una imagen, sino una corrección. Días en los que siento que habito un cuerpo que no sé cómo leer si no me lo leen. Días en los que reaparece la tentación de ajustar, restringir, desaparecer de a poco para volver a entrar en la sintaxis permitida. Porque el TCA no es solo una obsesión con el peso: es una relación torcida con el lenguaje del cuerpo, con su interpretación, con su legibilidad. Es querer tener el control del significante, como si eso garantizara alguna forma de ser.

Pero no hay control. Solo hay lenguaje. Solo hay deseo del Otro. Y en medio de eso, una se inventa espacios de resistencia: escribir, decirse, reescribirse. No para tener una voz clara, quizá no aún, sino para empezar a sospechar que la historia puede contarse de otra forma. Que tal vez no hay que desaparecer para dejar de ser dicha.

Nota innecesaria pero honesta al lector: no estudié psicoanálisis, mis acercamientos a Lacan son más bien por pura curiosidad antropológica —y sí, también como parte de este intento torpe pero insistente de narrarme a mí misma con una voz que no pida permiso.

Otros textos

Constelaciones del sonido

Crecí con un hermano rockero de los ochenta. Detrás de su puerta sonaban The Cure y Metallica, y en los estantes se apilaban vinilos de Pink Floyd con portadas que parecían planetas. Antes de entender los acordes, entendí la atmósfera: esa sensación de que el sonido...

leer más

La resaca de Annie Hall

Tengo en loop la canción de Drexler con Conociendo Rusia y no sé si me gusta o me inquieta: “Te volviste a llevar mis llaves, amor, y aquí estoy de vuelta, encerrado en casa.” Y sí, es una frase linda, cotidiana, pero también problemática. La escucho y pienso que lo...

leer más

Momento suficientemente bueno

Ayer mi novio me lanzó una pregunta rara y luminosa: si tuviera una máquina del tiempo, ¿desde cuándo habría podido buscarme para estar conmigo? Me reí, pero me dejó pensando. No en la versión edulcorada de “estábamos destinados”, sino en algo más concreto y menos...

leer más