Me siento como Carrie Bradshaw escribiendo esta columna, laptop en mano, café a un lado. Pero esta vez, sin tutu ni cosmopolitan. Lo que traigo es una reflexión menos glamurosa, más visceral.
En estos años he aprendido algo esencial: habitarme. Escuchar mis impulsos, nombrar mis deseos, moverme por curiosidad y hambre propia. A veces con dudas, a veces con torpeza, pero siempre desde mí.
Muchas mujeres modernas nos empoderamos en el trabajo, en la política, en la opinión. Pero cuando se trata del amor y el deseo, seguimos amando a la antigua. Esperamos ser elegidas. Esperamos que el deseo venga de afuera. El discurso de emancipación se queda tatuado en la piel, pero no siempre baja a la carne.
Nos volvemos expertas en deconstruir a los hombres: analizamos, corregimos, diseccionamos. Pero pocas veces nos damos el tiempo de preguntarnos: ¿y yo qué quiero? Ser activas no es pedir que el otro cambie. Es cambiar la forma en que nosotras deseamos, amamos, elegimos.
Habitar el deseo propio cambia todo. Cambia el ritmo, la intención, el tipo de placer. Sentir, proponer, decidir desde adentro.
¿Y si dejáramos de hacerle el inventario emocional al otro y empezáramos a hacer arqueología de lo que nos enciende? El primer pacto amoroso es con nosotras mismas.
Con la machosfera haciendo ruido y los discursos incels al acecho, es fácil caer en la trampa de ser maestras emocionales. Pero nuestra energía florece mejor donde también somos vistas. No se trata de negarse a acompañar, sino de reconocer que cultivar nuestro deseo es una forma profunda de emancipación. Ahí germinan los vínculos más dignos, los placeres honestos.
Negociar el amor es poner nuestro deseo sobre la mesa y saber que merece lugar y escucha. No adaptarnos en silencio.
Construir relaciones desde nuestras reglas no es seguir modas. Es elegirnos con lucidez. La emancipación no es corregir al otro, es reaprender a estar en el mundo desde el deseo propio.
Amar de manera moderna no es tener mejores técnicas para ligar. Es dejar de fingir que no sabemos lo que queremos.
Y también, ¿por qué no?, movernos por deseo: cruzar ciudades, países, o simplemente nuestras propias fronteras internas.
Lo verdaderamente radical no es esperar. Es habitarnos.
Porque al final del día, el orgasmo —y la vida— es de quien lo trabaja.