impostora

Otra vez volví a no poder

Abr 22, 2025

Desde niña me muerdo las uñas, no tengo una imagen precisa del inicio, pero si escarbo un poco, los recuerdos me llevan a una escena de primaria: iban a revisar si teníamos las uñas cortadas, las mías, claro, ya lo estaban, impecables, pero en un ataque de pánico, perfección, o algo más antiguo y más profundo que eso, decidí recortármelas aún más, un gesto desesperado para evitar una sanción que ya era imposible, un intento por aferrarme al control que nunca tuve.

Después de eso, pasaron más de quince años en los que no pude dejar el vicio, las manos hechas un campo minado, uñas cortísimas, irregulares, a veces deformes, pellejitos arrancados hasta sangrar, dureza en la punta de los dedos, me daba vergüenza que alguien las viera. Probé todo: barnices de ajo, de chile, de sabor amargo, anillos anti-estrés, vendas, lo que fuera, nada funcionaba, porque la ansiedad no vive en la superficie de la uña, vive debajo, vive alrededor, vive en los bordes donde el cuerpo intenta defenderse de lo que no se puede nombrar.

Mucho después, cuando empecé a practicar caligrafía, encontré una motivación que no venía desde el castigo ni desde el rechazo, me daba muchísima pena que fotografiaran mis manos durante el proceso, la caligrafía exige presencia, cuidado, incluso cierta dignidad visual, y ahí encontré una excusa estética que se volvió fuerza de voluntad. Me mantuve años sin morderme, aprendí a llevar las uñas largas, a pintarlas, las manos se volvieron ornamento, incluso orgullo, me gustaba verlas, me gustaba que las vieran, llené cajas de barnices, organicé rutinas de cuidado, era una victoria, pequeña pero brillante, sobre mí misma.

Hasta que llegó la muerte de mi papá.

En 2016 volví al hábito, esta vez con una fuerza voraz, no era solo ansiedad, era duelo, era furia, era impotencia, me lastimé tanto el pulgar izquierdo que cambió de forma, me lo deformé, a veces lo veo y me da rabia, otras veces, ternura, porque sé que fue mi cuerpo tratando de decirme algo que no supe escuchar con palabras.

Hay meses, incluso años, en que logro controlarlo, todo vuelve a una suerte de normalidad, las uñas crecen, el pellejo cicatriza, me olvido de mis manos, pero después, sin mucha lógica, sin detonante claro, aparece otra vez el loop, días enteros arrancándome la piel, mordiéndome aún sabiendo que no debo, que no quiero, que me va a doler, es como si la voluntad se desactivara, como si algo en mí decidiera rendirse, y lo hace con la boca llena.

A veces intento racionalizar la ansiedad, me siento frente a una libreta, o frente a la computadora, y trato de pensar: ¿de dónde vino esto?, ¿qué lo activó?, ¿qué escena no nombrada lo detonó?, pero racionalizar también es una trampa, un tren de pensamiento que te aleja del cuerpo mientras el cuerpo sigue hablando, hay veces en que las causas son invisibles, no se dejan rastrear, no hacen sentido, pero las marcas están ahí, constantes, a veces permanentes.

Tener las uñas mordidas es mi recordatorio involuntario de que “otra vez volví a no poder”, ¿no poder qué?, no lo sé, no poder controlar, no poder sostenerme, no poder ser otra, hay olas que no se pueden surfear, que simplemente te tumban, y no representan nada, no son mensaje, no son símbolo, solo son oleaje.

En esos días pienso en el arcano del tarot de La Fuerza, la mujer que abre la boca del león sin violencia, que no lo domina, sino que lo persuade, pero a veces me pregunto si ese león está en mi dedo pulgar, si la boca que hay que abrir es la mía, y no para hablar, sino para dejar de morder, La Fuerza no es represión, no es resistencia, es una forma de ternura que todavía estoy aprendiendo, no para doblegar a la bestia, sino para dejar de odiarla.

Estoy otra vez en uno de esos episodios, escribo esto con esa luminosidad rara que me visita cuando quiero hacer algo consciente para detenerme, tal vez vuelva al barniz amargo, a la venda, a las excusas que me ayudan a mentirme un poco menos, pero sobre todo, necesito volver al hábito de la voluntad, esa forma de amor duro y silencioso que aprendí una vez en un taller de caligrafía, cuando por primera vez no quise esconder mis manos.

Las manos no mienten, solo esperan que alguien las escuche sin miedo.

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