impostora

Perderse también es camino

Abr 10, 2025

Después del burnout viene la calma. Pero nadie te enseña a habitarla, nadie te advierte que, si tu identidad estuvo siempre anclada en la urgencia, el silencio puede sentirse como amenaza. Que cuando todo se estabiliza, algo adentro se inquieta, como si estar bien no fuera suficiente.

Estoy aprendiendo, por primera vez, a no correr, a no intervenir, a no producir sentido de forma compulsiva. Pero no es fácil, la urgencia se cuela como un viejo hábito: te susurra que sin algo que arreglar, no vales, que si no duele, no cuenta, que si no estás agotada, estás perdiendo el tiempo.

Una vez, en la universidad, pinté con acrílicos una máscara veneciana para una entrega. Me tardé horas jugando con los pinceles, igualando colores y texturas. Cuando la terminé, se la mostré a mi hermano, y él en el gesto más inocente me dijo «uno de los ojos se ve un poco raro ¿no?”. Yo, sin titubear, vacié un frasco entero de pintura negra sobre la máscara  —Tienes razón, la voy a hacer otra vez.

“Vivir el acrílico negro” es una sensación que me ha acompañado toda la vida: borrar todo porque una parte no encaja, empezar desde cero porque alguien notó una grieta, condenar lo suficiente porque no fue perfecto.

Durante mucho tiempo viví así. No lo llamaba urgencia, ni exigencia, ni perfeccionismo, lo llamaba “compromiso”, lo adornaba con frases como “me lo tomo en serio” o “si se va a hacer, se hace bien”. Y sí, había algo de verdad en eso, pero también había miedo, a no estar a la altura, a no ser suficiente, a que alguien más notara el ojo raro y tuviera razón.

Hace poco, en una conferencia, escuché hablar de los afectos desordenados, una idea de la espiritualidad ignaciana que me atravesó sin pedir permiso. No se trata de dejar de sentir, sino de mirar con honestidad qué deseos te están manejando por dentro. Qué necesidad se disfraza de virtud. Qué impulso, que parece noble, te está robando la libertad.

Ignacio de Loyola decía que el camino espiritual implica ordenar el amor. No amar menos, sino amar sin que te arrastre. Elegir sin estar atada. Soltar lo que ya no te sostiene, aunque alguna vez te dio identidad.

Yo renuncié a ese centro desde el que funcionaba tan bien. Era productiva, brillante, eficaz… pero me estaba desgastando. Ahora ando en otra cosa, más torpe, más tranquila, más presente. A veces, sin tema para la terapia, solo llego y hablo del silencio, de lo raro que es no necesitar salvarme de nada.

Y no, no es zen. No hay gong, ni velitas, ni playlist de meditación. Hay silencio, hay espacio, hay incomodidad. Y hay un vértigo raro, como el de caminar sin suelo fijo, pero también hay algo parecido a la libertad.

Clarice Lispector escribió que perderse también es camino. Y yo le creo, estoy caminando sin urgencia. Reuniendo fichas nuevas, no tengo mapa, pero tampoco quiero volver al lugar del que vengo.

Otros textos

Constelaciones del sonido

Crecí con un hermano rockero de los ochenta. Detrás de su puerta sonaban The Cure y Metallica, y en los estantes se apilaban vinilos de Pink Floyd con portadas que parecían planetas. Antes de entender los acordes, entendí la atmósfera: esa sensación de que el sonido...

leer más

La resaca de Annie Hall

Tengo en loop la canción de Drexler con Conociendo Rusia y no sé si me gusta o me inquieta: “Te volviste a llevar mis llaves, amor, y aquí estoy de vuelta, encerrado en casa.” Y sí, es una frase linda, cotidiana, pero también problemática. La escucho y pienso que lo...

leer más

Momento suficientemente bueno

Ayer mi novio me lanzó una pregunta rara y luminosa: si tuviera una máquina del tiempo, ¿desde cuándo habría podido buscarme para estar conmigo? Me reí, pero me dejó pensando. No en la versión edulcorada de “estábamos destinados”, sino en algo más concreto y menos...

leer más