impostora

La felicidad como mandato (y otras cosas de las que me salí)

Mar 27, 2025

I.

Una de las cosas más incómodas que aprendí leyendo a Sara Ahmed es que la felicidad no es solo una emoción, ni siquiera una aspiración inocente, es una promesa con reglas: se ofrece a quienes siguen ciertas trayectorias y se retira a quienes se desvían. No es casual que, históricamente, las mujeres felices hayan sido las que cumplen. Las buenas hijas, las esposas entregadas, las madres abnegadas. Las que sonríen en las fotos, no hacen mucho ruido y sostienen el mundo en silencio. La felicidad, en ese sentido, es una forma de control. Una pedagogía de la conformidad, no necesitas rejas cuando tienes promesas.

Y claro, nadie te lo dice así. No hay un manual oficial que indique que una vida valiosa debe incluir matrimonio, hijes, casa, perro y domingos con brunch. Pero el guión está en todas partes: en las películas, en las conversaciones entre amigas, en las redes, en las preguntas que parecen inocentes pero cargan siglos de mandato.

Lo más perverso del mandato de la felicidad es que se presenta como elección. Como si fuera un deseo natural, inevitable. Pero a veces ese deseo no nace, o sí, pero hacia otra cosa. Y entonces, cuando decides no tener hijes, no casarte públicamente, no seguir los rituales de la vida buena, no solo te sales del guión: te sales del marco en el que los otros saben cómo leerte. Y ahí empieza lo difícil: no solo vivir diferente, sino tener que explicarlo una y otra vez, suavizar el tono para que no crean que te crees más lista o más consciente. Porque elegir distinto es, para muchos, sinónimo de juzgar.

II.

Yo he elegido no tener hijes. No por trauma ni por egoísmo, como a veces se insinúa, sino porque después de pensarlo mucho, de trabajar mis heridas y mis ganas, de mirar lo que implica criar en este mundo, decidí que no es un proyecto para mí. También he elegido no tener una boda como se espera: hace un año firmé un papel en silencio, sin escenografía, sin fotos, sin testigos. Lo escribo ahora con una mezcla de orgullo e incomodidad. No porque me arrepienta —en absoluto—, sino porque sé que ese tipo de elecciones siguen desconcertando. No hay marco para celebrarlas. No hay códigos que las legitimen. Solo hay silencio.

A veces, claro, me siento rara. No siempre se siente bien elegir distinto, a veces me gustaría desear lo mismo que desean las otras, tener la certeza de estar en el camino correcto, no tener que justificar cada decisión. Pero incluso con esa falta de eco, con esa sensación de habitar un borde, sé que no podría vivir otra cosa sin traicionarme. No todas las renuncias son pérdidas. Algunas son respiros. Otras son huidas necesarias. Y muchas, aunque no se vean felices desde afuera, son profundamente mías.

Ahmed dice que no querer lo que se supone que deberías querer te convierte en una figura problemática. No porque estés triste, sino porque no produces la felicidad que otros esperan. Dejas de ser funcional al relato. No legítimas el sistema y eso incomoda. Tanto, que incluso las personas más cercanas intentan devolverte al guión con cariño, como si la única forma de vivir “bien” fuera la que se ha contado una y otra vez.

No tengo una gran historia, no hay trauma épico ni transformación milagrosa. Solo decisiones pequeñas, sostenidas, que me colocan cada día un poco al margen. A veces dudo, a veces me canso. Pero al menos sé que no estoy fingiendo, que no persigo una felicidad que no deseo. Y eso —aunque no tenga aplausos ni filtros— ya es una forma de estar bien.

¿Y tú? ¿Qué promesas ya no vas a cumplir?

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