I.
Me enseñaron a hablar con Dios desde niña. No un dios abstracto, sino uno con reglas claras, con prohibiciones específicas, con una lista de cosas que estaban bien y cosas que te aseguraban la condena. Un dios que te veía siempre. Que podía ser amoroso, pero solo si te portabas bien.
Crecí con la promesa de la vida eterna. Luego crecí un poco más y dejó de hacer sentido.
Me fui. Me perdí.
Pero la fe es un hilo que, aunque lo cortes, siempre deja una hebra suelta en alguna parte.
No quería regresar a ese dios que lo veía todo, pero tampoco quería resignarme a un mundo sin misterio. Así que busqué. Primero con el cuerpo: el yoga, aprender a respirar, entender que la fe también está en cómo habitas tu carne, en sostener una postura imposible hasta que deja de serlo. Luego con la mente: la meditación, pero más para calmar la ansiedad que para iluminar el espíritu.
II.
Después, el budismo.
No un dios, no una redención, sino una forma de ver el mundo que me obligaba a soltar. A dejar de aferrarme a lo que duele, a entender que el sufrimiento no se combate, se observa hasta que pierde su poder.
Pero no pude.
El budismo tiene una brutalidad silenciosa. No hay un dios que te consuele. No hay una historia que te abrace y te diga que todo va a estar bien. Hay un vacío. Y hay que aprender a estar en él sin llenarlo de excusas.
Tal vez no estoy lista para eso.
Porque aunque ya no crea en ese dios, sigue habitando la estructura de mis preguntas, el molde en el que encajan mis dudas.
III.
Nos alejamos de la religión, pero no de la necesidad de sentido. Lo buscamos en la astrología, en los hilos rojos, en el algoritmo de instagram que nos dice que si ves esta señal es porque el universo te está hablando. No queremos un dios, pero sí una certeza.
Y yo tampoco tengo respuestas. Solo preguntas.
¿Cómo creer sin obedecer? ¿Cómo construir una fe que no sea otra forma de delegar la responsabilidad de entender el mundo? ¿Cómo sostenerse sin recurrir a la mentira piadosa de que todo pasa por algo?
Pero lo más importante, ¿cómo sigues de pie cuando el mundo es un incendio y la desesperanza es lo único que arde bien?
Cuando la guerra es rutina, cuando la violencia no se detiene, cuando el horror nos agota hasta la indiferencia, ¿cómo encuentras esperanza en dónde solo hay oscuridad?
Tal vez la fe no sea certeza, sino reconciliación.
Tal vez antes de soltar, hay que aprender a sostener lo que duele sin miedo a mirarlo de frente.
Tal vez no necesito volver a Dios. Solo aprender a hablarle de otra forma.
O aprender a construir la esperanza con las manos vacías, sin promesas de nadie, sin cuentos de redención.
Porque si no hay un dios al que hablarle, ¿con quién hacemos las paces? ¿O es que estamos condenados a guerrear con nosotros mismos?