Este texto tiene cuatro años cocinándose, pensándose en silencios, tratando de encontrar de dónde viene mi propia crisis existencial. No es la de los cuarenta, no es la de la adultez. Creo que es una crisis silenciosa que probablemente no nos dio tiempo de habitar.
En marzo de 2020, la vida se detuvo. Nos encerramos con la idea ingenua de que serían un par de semanas, tal vez un mes. Pasaron meses. Pasaron años. Y cuando salimos de nuevo, éramos otros.
Pero nadie nos dijo que el duelo por uno mismo también pesa.
La pandemia fue un quiebre. Algunos reinventaron su existencia, otros simplemente se desmoronaron en silencio. Nos obligó a decidir bajo estrés, a terminar relaciones en habitaciones separadas, a cambiar de trabajo sin despedidas, a sostenernos con hilos delgados de estabilidad que apenas lograban resistir.
Y ahora, con la distancia de los años, estamos empezando a dimensionar lo que hicimos, lo que perdimos, lo que nos costó llegar hasta aquí.
No solo dejamos trabajos o amigos en ese encierro. Dejamos cuerpos distintos a los que ahora habitamos.
Para algunos, el encierro se convirtió en una obsesión con el ejercicio, en una forma de tomar control cuando todo lo demás se desmoronaba. Rutinas estrictas, músculos como prueba de resistencia. Para otros, fue la ansiedad convertida en comida, en un cuerpo más blando, más cansado, más difícil de mover después de tanto estar quieto. Ninguna de esas respuestas fue mejor que la otra. Solo fueron respuestas.
Como lo fue la fantasía del home office en pijama.
Primero, el sueño: no más tráfico, no más oficinas frías, no más conversaciones incómodas en la cocina de la empresa. Luego vinieron los meses en los que ya no recordábamos la última vez que usamos jeans, en los que una videollamada se sentía más invasiva que una reunión en persona, en los que la ansiedad social dejó de ser un rasgo personal y se convirtió en la norma.
Nos volvimos huraños. Más solitarios. Tal vez más depresivos. Descubrimos que ya no sabíamos interactuar fuera de la pantalla, que la idea de salir a socializar sonaba agotadora. No significa que la oficina sea mejor, pero el aislamiento dejó cicatrices que aún no terminamos de ver.
Y ahora, la crisis.
No solo yo. No solo tú. Muchas personas están en duelo sin saber exactamente por qué. Nos fuimos de lugares a los que nunca volvimos. Dejamos trabajos que nunca extrañamos. Perdimos parejas en silencios prolongados que nunca encontraron cierre. Abandonamos amistades que, cuando intentamos retomar, ya no tenían el mismo idioma. Hay personas con las que compartimos los días más aterradores de nuestra vida y que ahora son completos extraños.
Se cumplen cinco años del encierro. Cinco años desde que aprendimos a hacer pan de plátano y a fingir que entendíamos cómo funcionaba Zoom.
Pero lo que aprendimos realmente no cabe en tendencias de cuarentena ni en recuerdos de instagram.
Aprendimos que no hay garantías. Que el futuro puede ser cancelado de golpe. Que estar con alguien 24/7 no es lo mismo que estar cerca. Que hay duelos silenciosos que nadie te enseña a llorar.
Tal vez no es solo la edad o la adultez. Tal vez no es “el mundo ahora es así”. Tal vez es el duelo post-pandemia, apenas revelándose ahora que la urgencia de la supervivencia ya no nos sostiene.
Y aprendimos, sobre todo, que la vida sigue.
Pero no necesariamente como la imaginamos.