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Ser cabeza, no cuerpo

Feb 6, 2025

Hace diez años (uff) empecé mi proceso de psicoanálisis. Llegué con muchas razones bajo el brazo, pero una de las principales era que estaba cansada de sentirme fea. E, mi loquera, intentaba que hiciera ejercicios de “reconciliación corporal” (o a eso me sonaba), que pensara en mi cuerpo en su totalidad, pero lo único que aparecía en mi cabeza eran ilustraciones de libros de anatomía viejos. Esos que muestran órganos y huesos flotando en el vacío, pero nunca un cuerpo desnudo. Nunca algo que se pareciera a mí.

Un día, en una de esas sesiones, E me dijo: «Tu fantasía perfecta sería ser como un espermatozoide: pura cabeza, sin cuerpo». Y nunca una frase me había hecho tanto sentido. Ojalá solo pudiera ser cabeza. Ojalá el cuerpo no existiera. O, al menos, ojalá no tuviera que lidiar con él. Porque, siendo honesta, siempre ha sido más fácil habitar mi mente que mi cuerpo.

Desde niña supe que era más lista que bonita. Sé que suena soberbio, pero es la verdad. Siempre fui la ingeniosa, la de las buenas calificaciones, la de las respuestas. Nunca la bonita. Y hasta la fecha sé que, si causo atracción, es más por un «wow, qué inteligente» que por un «wow, qué guapa».

Se aprende a construir con eso, pero se vive con la falta. Porque la belleza es una membresía premium y la inteligencia (muchas veces) no compra acceso.

Algunas lo intentamos. Nos matamos de hambre, nos llenamos de pastillas, gastamos lo que no tenemos en cremas, en tratamientos, en citas con gente que nos promete que esta vez sí. Que esta vez el cuerpo va a ceder. Aprendemos a posar, a respirar hondo para meter la panza, a tomar agua en lugar de cenar. A llamarlo «cuidarnos» cuando en realidad es guerra.

Mi guerra inició muy temprano: Tuve sobrepeso en la adolescencia y lo combatí con la bulimia, breve pero significativa. Luego vinieron las dietas infinitas, las horas de ejercicio, la lucha constante con un cuerpo que no entendía y que, en lugar de escuchar, solo quise corregir. Durante años hubo días terribles en los que no soportaba mi reflejo, meses en los que dejé de tomarme fotos porque no reconocía el cuerpo que habitaba. Días en los que me habría gustado ser más flaca, más bonita y, qué tragedia, sí, menos inteligente.

Quizá hoy, ya no estoy en guerra, pero tampoco en paz. Hay días en los que me reconcilio con mi reflejo y otros en los que sigo evitando los espejos. No sé si algún día podré habitarme sin resistencia, pero al menos ya no me castigo (tanto) por existir en este cuerpo que, pese a todo, sigue aquí.

¿Por qué a veces nos pesa tanto la inteligencia y también la falta de belleza?
¿Por qué parece más fácil cumplir el mandato que romperlo?

En dos años cumpliré cuarenta y ahora intento que mis reflexiones vayan hacia otro lado. Aceptar que nunca seré la bonita no es una tragedia, pero tampoco un acto de iluminación. Es simplemente dejar de correr tras un tren que nunca fue mío.

Porque esto no es solo mi historia. Es la historia de tantas mujeres atrapadas en el juego de nunca ser suficientes. De un mundo que nos quiere bonitas, pero no demasiado inteligentes; delgadas, pero no hambrientas; moldeables, pero no libres.

No es casualidad. No es un accidente. Es un sistema que nos exige tanto que nos deja vacías.

Quizá siempre se trató de dejar de intentarlo y empezar a habitarse.
De dejar de perseguir la idea de ser suficiente para un mundo que nunca nos pensó completas.

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