Sí, otra vez quiero hablar sobre mi relación con el trabajo. Ni modo, curarse de un burnout necesita mucha terapia y llenar muchas libretas de reflexiones.
Yo fui la niña de los dieces, la del cuadro de honor, la que hacía su tarea todas las tardes sin que nadie tuviera que pedírselo. Si me faltaba tiempo, me levantaba a escondidas de mis papás para terminar. Nunca quise dar problemas. Me aprendí bien la lección: ser buena alumna, ser buena hija, ser buena persona, ser buena en todo. Tapicé la sala de mi casa con diplomas de excelencia académica y buena conducta, porque me enseñaron que estudiar era mi único trabajo y obligación.
Y luego conocí a R.
R, que siempre estuvo cómodo sacando 8 porque su inteligencia era más evidente que una calificación. Que no se desvivía por la tarea porque, después de pasar ocho horas en la escuela, ¿cómo era posible que además tuviera que seguir trabajando en la tarde? Que se iba de pinta porque podía y tenía ganas. Que inició un movimiento estudiantil porque podía aceptar muchas cosas, menos que sugirieran que era un infiltrado del sistema. Que nunca tuvo pena de tirarse en el piso y hablar mucho porque todos lo querían escuchar.
Pero en esta cadena de bondades que la vida me puso por recompensa, lo conocí. Y desde su reflejo aprendí, me cuestioné y empecé a desarmar todo eso que yo daba por sentado.
Porque, si soy honesta, siempre creí que en este trabajo estaba lejos de ser la buena empleada. Después de todo, aquí ya no tenía la tonta idea de salvar el mundo. No como en el anterior, donde lo di todo hasta lo que no tuve. Ahí sí me creí imprescindible, me convencí de que cada desvelo y cada hora extra eran un sacrificio noble, porque el mundo necesitaba ser cambiado y yo estaba dispuesta a desgastarme en el intento.
Aquí ya no. Ya no llego antes de hora ni me quedo hasta tarde. Ya no me desvelo por proyectos que no son míos. Ya no me trago la mentira de que si me esfuerzo lo suficiente, algo allá afuera será mejor.
Y sin embargo, hace poco me caché sintiéndome agobiada por tomar demasiados días de home office. Me sentí mal, como si estuviera quedando mal. Como si mi compromiso estuviera en duda. Y cuando supe que me evaluarían en mi desempeño, lo primero que pensé fue: ojalá todo salga sobresaliente.
¿Sobresaliente en qué? ¿En sostener un sistema capitalista?
Y entonces, con el mínimo desinterés y sin intención de cambiarme la vida, R me dijo: no seas la buena empleada.
Y tuvo razón.
Porque ser la buena empleada es una trampa. Nos premian con responsabilidad, no con mejores condiciones. Nos felicitan con un “gracias, de verdad que sin ti esto no hubiera salido”, pero no con un aumento. Y cuando alguien trabaja menos o hace lo mínimo, también le pagan su quincena.
Así que aquí estoy, rehabilitándome de años de excelencia mal entendida, reconfigurando mi relación con el trabajo, aprendiendo a salirme de la trampa. Y sí, quizás R pudo ver esto antes porque es hombre, porque su mundo nunca esperó de él la impecabilidad, el sacrificio silencioso ni la sonrisa incansable.
Pero qué privilegio el suyo, y qué fortuna la mía, de haber aprendido algo de él. Aunque claro, la verdadera trampa es que esto ni siquiera debería ser algo que tengamos que aprender, porque el problema nunca debió recaer en nosotras.
***Este post empezó con la intención de escribir un manifiesto sobre cómo dejar de ser la buena empleada, pero mientras lo escribía me di cuenta de que todo eran tontas obviedades: no dar más de lo estrictamente necesario, no dejarse explotar, trabajar solo por lo que te pagan. Pero incluso eso tiene su propia trampa, porque no dar más tampoco es tan sencillo cuando crecimos sabiendo que, como mujeres, teníamos que esforzarnos el doble para ganarnos un lugar. Nos enseñaron que la única forma de existir en el mundo laboral era destacando, sobresaliendo, probando que somos excepcionales. Y cuando dejas de jugar ese juego, a veces te quedas en un lugar medio, en una zona incómoda donde toca resignificar el trabajo, el éxito y hasta el propio valor de estar aquí.
Pero esa, esa es otra historia.